domingo, 23 de junio de 2013

Pozo negro




Meconio, maconia, mecano,
mi cerebro tapizado de palabras,
arde inquieto y no anochece.
Se rompe la mañana, se huele el día,
la luz diputa en mis ojos su autoridad.
Trozos del olvido bailando en mi memoria
haciendo nidos llenos de injusticia,
volviendo del sueño y su orden.
Mi cerebro calumniado de palabras:
diálogos, escenas, respuestas.
Todo es furia, todo es rabia,
Toda voz es grito, todo sexo, arrebato
Sigo a la intemperie, hurgando en tus reparos
Todo es censura y repetición.
¿Qué hago con toda esta violencia sin ti?

Over.
 

sábado, 22 de junio de 2013

Disgrace.




Algo me pasa cuando veo en la tapa de un libro la siguiente frase: "Premio Nobel de Literatura”. Lo primero que me viene a la mente es la figura de Borges. Para evitar el obvio descrédito al premio, se me acercan García Márquez, Faulkner o Russell. Cuando creo que todo se va a equilibrar, aparecen Hesse y Neruda. Finalmente, no logro salir del laberinto, y vuelvo a sentenciar que esa especie de lista más concerniente a la Fórmula I, termina por hundir al autor, atribuyéndole de antemano cierta genialidad de la cual, no pocas veces, carece.

J.M. Coetzee lo ganó en 2003, ayer nomás, y otra vez pareciera que la política también mete su acero en la literatura. Acabo de terminar Desgracia, publicada en 1999, y debo decir que fue duro vencer al prejuicio del que hablo en el primer párrafo.

La novela comienza muy sobriamente, obligando al lector a que busque luces para seguir leyendo. Todo nos remite lateralmente a Lolita, menos fatídico y más cerca de la superficie; una exploración del hombre después de los cincuenta años y la pesada remembranza de los años primeros.

Todo parece planear en esa historia, y la consecuente (y obvia) reprobación de las autoridades. Un profesor de esa edad abriga esperanzas de modernidad ante su caso: aprovechar su poder como docente para ayudar a la estudiante, todo por una infatuación irrefrenable.

Quizás ese comienzo se disculpe, ya que el crecimiento de la novela es notable. La acción se traslada a la granja que la hija del profesor tiene en el campo sudafricano, lugar donde aún sobrevive la tensión entre blancos y negros, donde la resistencia cobra fuerza en los territorios. Y no es menor este asunto, ya que es innegable la comparación entre la relación que tuvo el profesor y la posterior y violentísima escena en donde su hija y él sufren una humillación escalofriante.

Más aún, el lugar que toman los animales en la historia funciona como pivote a la hora de definir cierto equilibrio entre las acciones.

Por otra parte, la presentación de la obra sobre Byron, en la pluma del profesor, quiere unir voces sin lograr su objetivo, más técnico que al servicio de la novela. Es en este caso, creo, cuando la intertextualidad de Coetzee impone obstáculos más que su idea de alimentar la trama.

Desgracia es una novela que crece a medida que pasan sus páginas, hecho que de por sí, es mejor que si fuera al revés; la mayoría de los fracasos se dan a la inversa, cuando el escritor presenta un gran comienzo que no puede sostener. Coetzee ofrece una lectura interesante al unir el sexo, la violencia y la tensión racial, en una Sudáfrica todavía herida por la brutalidad. Repito: sexo, violencia y tensión racial, sustancias que se trasladan (y se trasladarán) en nuestra sangre, a la espera de una dominación en manos del progreso bien entendido.

Over.

lunes, 10 de junio de 2013

Puertas.





Con el nudillo del dedo índice golpeé la puerta, por costumbre, éramos muchos en algún momento, y me quedó eso, golpear la puerta antes de entrar. Antes miré la cerradura, para ver si había luz, si a través de ese espacio podía adivinar la presencia de alguien del otro lado, y así evitar la advertencia de no ingresar, una simple palabra, quizás ocupado, o estoy yo, y el territorio queda formalmente anulado para cualquiera, como una orden inquebrantable.

Había luz, pero nadie respondió. Nadie se avergüenza de decir algo cuando está dentro, todo lo contario, peor es sentirse observado mientras se está usando el baño. Una humillación extraña, con la que casi nadie acepta concesiones.

Voy a entrar, dije. Deseaba que me dijeran: no, esperá, no te oí. Voy a entrar, repetí, más fuerte, y empujé la puerta. Enseguida, algo la detuvo, un freno suave pero enérgico, que empujaba a su vez hacia fuera. Repetí el movimiento, y otra vez lo mismo, la puerta llegaba hasta un punto y retrocedía, y aunque usara más fuerza, el freno era leve al comienzo, y seco al final.

Cuando finalmente iba a usar todo mi cuerpo para empujar la puerta, algo perturbó mi iniciativa y arrinconó mis pensamientos. Pensé en lo que habíamos sido en ese lugar, la gente que entraba y salía, y cómo, casi de repente, todo empezó a desmoronarse, las sillas se vaciaron, los despachos se llenaron de polvo, y el teléfono sólo sonaba un puñado de veces al día. Con todo, todavía quedábamos algunos, con menos ilusiones que esperanzas, creyendo vanamente en un cambio de situación, un golpe igual de rotundo, pero ahora para nuestro lado. Nuestro lado.

Últimamente, las cosas se habían puesto peor aún. El dinero dejó de fluir y las cosas se sentían de cerca, como debe de suceder en la guerra cuando uno va perdiendo, y el enemigo es la bala que golpea la trinchera, algún grito que se comienza a diferenciarse, el olor a la derrota y la necesidad urgente de tomar una decisión. Allí, cuando los héroes se confunden en la  desesperación, y el vencido que se entrega, que se rinde, vale menos después. Un valor incierto y tabulado por los que razonan en la paz. Eso éramos, quizás, los últimos que debían cargar sus armas y disparar hacia lo que viniese, anhelando que el tiro fuera certero. Huir como forma de aferrarse a la vida, o quedarse y unirse a la desparpajo de un azar indómito. Pensé en ella.

Hay de todo, personas que afloran su nervio en situaciones poco convencionales. Quizás porque han encontrado una razón para mostrar su más profunda pena, y así, fuera de lugar, ensayan toda su furia. Pensé en ella y todo lo que venía diciendo, que no tenía donde ir, que si no cambiaba la cosa, ella no quería buscar más, que se terminaba, que ya había visto lo mismo demasiadas veces. A mí todo me sonaba extremo, exagerado, amplificado sin sentido. Yo, que tanto creía en las reacciones, en comprenderlo casi todo, esta vez dudé, la miré y le dije que su advertencia era contraproducente, que no lograría nada con su discurso, que no invocaría nada bueno, ni malo. Ella no contestó.

Sólo lo intenté una vez más, empujé con un poco más de vigor, quería confirmar contra qué se detenía la puerta. Supuse que era algo blando que luego se volvía más firme. Quizás me equivocaba, y sólo era algo que se había caído dentro, un palo, una escoba, que trababa el movimiento. No lo sé, porque me fui. Antes apagué la luz de mi despacho, bebí el resto de agua que quedaba en el vaso, acomodé dos o tres papeles y miré sin ningún reparo el lugar que dejaba. Eso pensé en ese momento, que dejaba un lugar, sin siquiera detenerme a recordar todo lo que había sido. A ella, creo, ridículamente, que ya la olvidé.   


Over.

martes, 4 de junio de 2013

Releer Los Pichiciegos





Releer Los Pichiciegos, casi diez años después, confirma sensaciones pero no evita en el lector (en mí como lector), tejer todas las lecturas y vivencias aumentadas en ese mismo lapso.  Sucede que los hechos y las palabras no se han alterados, como tampoco los símbolos, sí, pero estos últimos se cargan con nuevas fuerzas y sentidos. Ahora bien, lo que no puedo evitar, es haber nacido en este país, Argentina, y que las dimensiones que construye la narración, serán inequívocamente parciales. O particulares. O subjetivas. Algo que no cambia su poder, simplemente lo posiciona en un lugar, como a casi todo lo que sucede a nuestro alrededor.

Recuerdo el título allá por el año dos mil. Lo primero que me llegó es la palabra “pichi”, que en nuestras tierras viene a nombrar al principiante de manera casi despectiva. Pero lo palabra “pichiciegos”, así, completa, refiere al animal que vive bajo la tierra, en cuevas que construye a tal fin, y que siempre anda de noche. Entonces, armamos el argumento de la novela con preciosa facilidad: Un grupo de soldados que participan de la guerra de Malvinas, desertan y se refugian en una trinchera o cueva, que la han de llamar Pichicera, e intentarán sobrevivir hasta que se termine la contienda, tranzando víveres y demás cosas necesarias, con el enemigo, en este caso, los ingleses. Hasta que la guerra termina, la pichicera se termina y fin.

Sí, todo lo anterior, espejando la sustancia real. Por qué no pensar que esa dócil trama no es más que la interpretación de otra realidad, tan grave esta última que debe ser predigerida como ficción. ¿No son los desertores, acaso, la representación moral de los superiores que mandaban al muere a esos soldados impuestos? ¿No es peor defender la patria cuando esa patria es el terreno del mismo enemigo? ¿No es la noche y la cueva, un refugio contra el hostil gobernante?

No es menor que la novela fuera escrita por un argentino, en las postrimerías de la peor dictadura militar de su país. No es menor, estamos de acuerdo, pero la interpretación puede superar o desdeñar ese dato, y lejos está de ofrecer una inferencia unívoca.

Ya abunda el análisis formal de la novela. Aquí y allá han escrito sobre el texto. Creo no haber leído una mención de relevancia sobre la escena del gusano que es adoptado como mascota, hecho que refleja y condensa toda la intención del autor. Ese final que sepulta todo la emoción vivida, para que sólo haya un testigo de lo sucedido. Para que un eslabón cuente la historia que no sale en los diarios ni se sueña en las peores noches. 


Over.